martes, 15 de septiembre de 2009

¿POR QUÉ LLORA EL PASTOR?

¿Por qué lloran los profetas y los pastores de Israel? ¿Por qué lloró Jesús? ¿Cuál fue la razón de las lágrimas de la mujer pecadora, en Lucas 7? ¿Y las de Pedro?... Podríamos seguir hasta lograr añadir a los diversos ministerios, con que el Señor ha enriquecido a su Iglesia, el de las lágrimas, siempre mensajeras de alegrías o de dolores insoportables, testigos de cargas aplastantes y de corazones quebrantados. Lágrimas, en fin, que cumplen una gran misión en la vida y que no pueden estar ausentes en ninguna congregación ni en el ministerio de todo hombre de Dios.
El pastor de «alma y vida» llora como lloró Jesús por las almas perdidas, desamparadas y dispersas que no tienen pastor (Mateo 9.36). La compasión dominó el corazón del Maestro. Hoy, como entonces, las multitudes pasan ante nuestros ojos y no podemos permanecer indiferentes sin alcanzarles una Porción de las Escrituras o tan sólo una selección bíblica que les hable del amor eterno de Dios y de su salvación eterna ofrecida gratuitamente.
El pastor suele llorar, en silencio y con disimulo, la ingratitud de muchos que le rodean. No es difícil encontrar en Jesús el sufrimiento por esta ingratitud humana: uno de los grandes motivos de sus lágrimas lo tuvo delante de sí al contemplar el panorama de la ciudad de Jerusalén. La nostálgica repetición de su nombre, tras la tierna figura de la gallina que recoge sus polluelos debajo de sus alas, lo dice todo (Lucas 13.34) ¡Qué terrible es la ingratitud!
Al pecado de la ingratitud le sigue el de matar a los profetas, y apedrear a los enviados (Marcos 12.1-12). Hay muchas maneras de matar y apedrear un ministerio, como también hay maneras de matar una congregación con acciones de mal testimonio y pecado. Este último, algunas veces como el de Acán, oculto en el seno de la iglesia, perturba su paz, impide su crecimiento y es un verdadero anatema para la causa del Señor (Josué 7).
Jeremías deseaba que sus ojos fueran fuentes y ríos para llorar los pecados de su pueblo. Esta es la diferencia entre las lágrimas del pastor y toda otra lágrima. ¡Qué día más glorioso fue aquel cuando Esdras y Nehemías, reunidos con su pueblo en la plaza, leyeron «la ley de Dios», su Palabra, y reconociendo el pecado que los había llevado al exilio «lloraban oyendo las Escrituras» (Nehemías 8.1-10). No hay nada fuera de la Palabra de Dios que pueda llevarnos a un encuentro con Él. En ese momento podemos decir: ¡Bendita la lágrima que cae de los ojos del pecador!
No puedo imaginar todos los motivos de tus lágrimas, pero alguien que ha vivido su ministerio, por cincuenta años, podrá ver tras sí momentos de lucha, incomprensiones, indiferencias, soledad. desilusiones, críticas, nostalgias. De pronto, quebrantos de salud que te impiden rendir más y servir mejor; la muerte siempre cercana de un ser amado; un hijo en rebeldía; hermanos en la fe, que como Demas, han desamparado al pastor. Sólo tú y el Señor conocen el secreto de tus lágrimas.
En circunstancias como las tuyas, un día abrí mi Biblia buscando consuelo para mis lágrimas. En el libro de Isaías (38.5) desubrí que no estaba solo al leer aquellas palabras; que Dios puso en la boca del profeta Isaías, para que las diera a conocer al rey Ezequías, de quien se dice que a causa de su enfermedad «lloró con gran lloro». El mensaje fue: «He oído tu oración, y visto tus lágrimas». Sí, mi hermano en la aflicción y en la esperanza. ¡Adelante! Sea cual fuere la naturaleza de tus lágrimas, quiero que sepas que el Señor las vio. No estás solo. Agradécele al Señor porque oyó tu oración y vio tus lágrimas.
Al orar, no impidas tus lágrimas; déjalas correr para que cumplan su misión. Si no fueren lágrimas de ira o rebeldía, serán portadoras de alivio, y como si se tratara de un colirio del cielo te permitirán ver bien de cerca la gloria del Señor.
Agradece una vez más al Señor, porque Él vio tus lágrimas, y su mano, la más poderosa del mundo, se posó sobre ti en el momento oportuno. Nunca digas «con el tiempo todo pasa, todo se cura». El tiempo no hace nada: es el Señor el que consuela. Él ve nuestras lágrimas; nos da salud y vida.
Déjame que cierre esta nota para exclamar: ¡Bendito Dios, autor de nuestras lágrimas! y dichoso el pastor que, al final de su carrera, pueda decir que ha servido al Señor «con toda humildad, y con lágrimas, y pruebas».
-Guillermo Milován
-La Biblia en las Américas
Vol. 51, Nº 222, pág. 13
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Muchas gracias por recibirnos y muchas bendiciones.
Pbro. Luciano Grillo Gutiérrez.
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